La soledad de las palabras.
Cada día como un ritual Lola y Rosalía entran en la habitación de Santiago, al que con cariño despiertan. Entre las dos lo asean, le hablan, pero él no contesta, ni tan siquiera se queja de que lo manipulen como si fuera un muñeco. Se deja llevar. Hace tiempo que su mundo es un misterio para los que lo quieren. Ahora parece feliz y eso es importante para todos.
Santiago lleva tres años en la residencia para enfermos de alzheimer Virgen de Loreto. La familia, después de los terribles momentos pasados al inicio de su enfermedad, se fue acostumbrando a la triste situación y la vida de cada uno fue discurriendo casi con normalidad. La sensación de culpa que sienten por haberlo llevado allí no desaparecerá nunca, pero el tiempo siempre lo cura todo o por lo menos lo suaviza.
Las cuidadoras lo colocan en la silla de ruedas al lado de la ventana de la inmaculada habitación, cerca de la mesita llena de retratos, a los que él ni mira ni reconoce; pero Sara, su mujer, cree que si tiene las imágenes de sus seres queridos cerca estará más acompañado; pensando, con esperanza, que en su interior, él identifica los rostros y recuerda los buenos tiempos. Pero cuando van a visitarlo, Santiago ya no sabe quienes son, solo los mira fijamente y balbucea palabras que, aunque ellos intentan descifrar, no comprenden.
A través de la ventana Santiago puede ver un rinconcito del jardín de la residencia, lleno de flores silvestres: amapolas, margaritas, y vistosas alegrías, pero Santiago no distingue los colores, ni las flores, ni siquiera la tristeza. Clava su mirada en el vacío y murmura continuamente esas palabras que nadie entiende.
Una vez recogida la habitación lo conducen hasta el comedor donde le ponen el desayuno. Ya hace varios meses que le tienen que dar el alimento, no recuerda para que sirven los cubiertos ni que tiene que comer o beber para subsistir. Lola se sienta a su lado y comienza a darle la papilla, -pronto habrá que utilizar espesante-, piensa la cuidadora, -pues ya le cuesta tragar-.
Hace ya unos diez años que la maldita enfermedad llamó a su puerta, y aunque en un principio fue como un no me acuerdo, un se me ha olvidado; poco a poco fue perdiendo la noción de la vida en sí.
Cuando sus recuerdos se fueron paralizando aún era joven, tenía cincuenta años. Su vida era relativamente feliz, con una mujer que le amaba y tres hijos que le alegraban la existencia. Pero poco a poco su situación fue cambiando. Santiago trabajaba en el Banco Central Ibérico, en donde ocupaba el cargo de interventor; puesto que siempre le había producido algo de stress. Desde la recesión comenzó a tener ataques de ansiedad. La crisis tenía a todo el mundo convulso y en más de una ocasión había tenido que lidiar con algún cliente enfadado con el banco. La tensión que sufrió durante esos años le provocó una depresión paulatina que le alteró totalmente el carácter. A pesar de los ansiolíticos y antidepresivos que le recetó el doctor Morales, todos presentían que algo no iba bien. Su mujer siempre achacó a todo este proceso el desencadenamiento de lo que vino después.
Poco a poco se volvió más confuso, empezando a mascullar palabras inconexas que repetía sin parar. Su carácter abierto se fue transformando en huraño, saltando como un resorte por cualquier tontería. Su familia y sus amigos no entendían esos cambios de humor tan drásticos, ya que Santiago siempre había sido una persona afable. No sabían cómo tratarlo, todos fueron sorteando el temporal como pudieron, hasta el día en el que agredió a Sara.
Ese día se había juntado la familia para celebrar su cumpleaños. Como siempre, estaban reunidos en la bodega en torno a la gran mesa de madera riendo y charlando. Pero algo había cambiado, Santiago se negó rotundamente a preparar la brasa para hacer las costillas y la longaniza que tanto gustaban a todos. Ante su negativa y su creciente excitación, José, su hijo mayor, dijo que se encargaba él, ayudado por su tío Jorge. A todos les extraño su actitud, ya que él siempre era el encargado de encender el fuego. Tenía a gala el ser el que mejor preparaba los asados y las barbacoas. Pero callaron y disimularon, no querían aguar la fiesta a Sara.
José y Jorge prepararon la brasa. Mientras, Santiago permanecía en un rincón farfullando y mirando hacia el fuego que se estaba consumiendo en la gran chimenea. Cuando estuvo preparada la comida, Sara puso las humeantes costillas y la longaniza en una gran bandeja, y se acercó a la mesa para servir a cada uno su ración. Cuando se acercó a Santiago, éste levantó el brazo y con toda su fuerza le estampó la bandeja en la cara. Ella sintió en la mirada de su marido un pozo profundo que le provocó un escalofrío. El silencio del caos fue demasiado sonoro, la dejó anonadada. Cuando se repuso de su asombro y su dolor, lo intentó calmar, pero él, subió las escaleras de dos en dos, y dando un portazo abandonó la casa. Nadie salía de su asombro pues no había habido motivo alguno para semejante reacción. No apareció hasta horas más tarde, como si nada hubiera sucedido.
Sara habló con el doctor Morales, quien recomendó llevarlo a un neurólogo que, tras realizarle una serie de pruebas, pronunció la terrible palabra: Alzheimer. El proceso fue muy largo, triste y doloroso, tuvo que pasar por varios tribunales médicos hasta que finalmente le concedieron la incapacidad permanente en grado total.
Sus pérdidas de memoria, su dificultad para manejar situaciones que antes solucionaba fácilmente, y el miedo que comenzaba a sentir por todo, hicieron pensar a su familia que era demasiado arriesgado el dejarlo solo. Contrataron a Pablo, con quien paseaba y charlaba, hasta que dejó de ser Santiago, y solo quedaron en su mente esas palabras que como un autómata repetía continuamente.
Ahora vive tranquilo en una blanca habitación fijando su mirada en la ventana a través de la que puede contemplar los alegres colores de las flores silvestres; mientras, en su soledad, balbucea palabras que nadie sabe interpretar.
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