top of page

Las Viejas Piedras.


Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, si se lo hubieran dicho hace unos meses no lo hubiera creído. De ser un verdadero triunfador, de tener amigos por doquier, ahora mismo se encontraba solo, sentado en su cómodo "sillón Barcelona", en lo que era todavía su hogar. El que iba a perder en pocas horas.


Su hogar, el hogar de sus padres, estaba situado en una antigua casona en pleno barrio de La Seo, en la calle de la Pabostria, una de las zonas más emblemáticas de Zaragoza. Su padre siempre afirmaba que el haber nacido en ese barrio imprimía carácter, y era la pura realidad. Las Viejas Piedras, impregnadas de historias, olores y sabores, daban un toque especial a todo el que había crecido junto a ellas.


De joven lo consideraban un aventurero nocturno. Conocía muy bien los locales de la plaza de Santa Marta, de la calle Jordán de Urriés, y los alrededores, en donde siempre encontraba al amigo con quien conversar y pasar el rato. Todos lo saludaban y apreciaban. Era del barrio, y buena gente: el hijo de Santiago.


Santiago era "zapatero remendón", tenía en la calle san Lorenzo un modesto local, que olía a rancio y a humedad, en el que llevaba toda la vida arreglando zapatos y poniendo suelas. Poco dinero entraba en casa, pero gracias a su esfuerzo y al de Mari, su mujer, sacaron a la familia adelante. Pudieron dar carrera al hijo, a Rubén, que quiso ser abogado por tantos episodios de Perry Mason que vio de niño en el Telefunken del Emilio, el vecino del segundo. Emilio era el único que tenía televisión en el vecindario; y en el salón de su casa se reunían para ver esas series que tanto gustaban a todos. Grandes y pequeños disfrutando de la suerte del Emilio. Eran otros tiempos, la vida pasaba relajada y la gente disfrutaba de la compañía y de la generosidad de sus vecinos.


Santiago estaba orgulloso de su hijo -el único de la familia que ha hecho algo de provecho- comentaba ufano ante sus amigos, con quienes quedaba, una vez terminada la dura jornada de trabajo, en el bar Estudios, donde se echaban un par de chatos de vino peleón con el consiguiente taco de queso. Ya solo con pasar por esa estrecha calle te alimentabas. Los olores daban al barrio una personalidad que pocas zonas de la ciudad poseía, exceptuando el Tubo; pero esa es otra historia.


Santiago y Mari estaban siempre trabajando. El entre botas y zapatos; ella limpiando casas. En la calle San Vicente de Paúl vivía gente "con posibles" y allí se fue colocando. Todo por el hijo, su único hijo. Con el tiempo, lograron ahorrar un dinerillo y compraron el viejo piso de la calle de la Pabostria, casi enfrente de la portada de La Seo, donde vivían alquilados. Un viejo edificio que necesitaba, por aquel entonces, un buen apaño, como todo el entorno.


Fue pasando el tiempo, Ruben disfrutaba de una vida cómoda, mientras sus padres seguían trabajando y soñando con el futuro que estaban labrando a su hijo. Cuando Ruben terminó la carrera. enseguida se colocó en el bufete de Luis Sanz, uno de los abogados con más renombre de la ciudad. En un luminoso despacho, en pleno Paseo de la Independencia, entre libros y palmaditas en la espalda, fue escalando hasta convertirse en socio de la firma. Rubén tenía madera de "picapleitos" y pronto fue conocido como el abogado más joven y con más carácter de la jurisprudencia zaragozana. Sin apenas darse cuenta pasó de ser el hijo de Santiago a ser conocido como el "reverencias"; ya no saludaba, se limitaba a subir y bajar la cabeza con un gesto altanero. Poco a poco el antiguo Ruben fue desapareciendo, convirtiéndose en una persona totalmente desconocida.


A pesar de su éxito, Rubén siguió viviendo en la casa de sus padres ¿Dónde iba a vivir mejor que allí? En realidad no vivía, simplemente habitaba. Cuando le interesaba aparecía, pero no por cariño, sino por su propia conveniencia. Era un niño mimado que solo sabía recibir.


Mi lema, -decía riendo- es pedir y se os dará- Y así era, no conocía el significado de compartir ni agradecer. Fue perdiendo la conexión con los amigos, con la familia, con su pasado. Las Viejas Piedras lo veían pasar con tristeza.


Su padre murió sin jubilarse, no le dio tiempo ni a disfrutar los viajes del Inserso a Benidorm, con los que tanto soñó; ni tampoco a Mari, que quedó sola con su famoso hijo; bueno, más bien abandonada en una soledad acompañada. Vivía en una casa que ya no era suya, en la que limpiaba, cocinaba y observaba ¿De qué podía hablar con Rubén? Si ella solo sabía de artículos de limpieza y de cómo guisar lentejas. Su hijo era un ilustrado, ella una pobre e ignorante mujer que finalmente murió para no molestar.


Poco después del fallecimiento de su madre, Rubén reformó la vieja casa, convirtiéndola en un luminoso y bien distribuido loft. Contrató a Albert, diseñador de interiores, para borrar toda huella de lo que aquella casa fue en su día: el hogar de una familia humilde. Albert se llevó una buena comisión por sus modernas ideas; una cantidad mucho mayor de lo que les había costado a Santiago y a Mari la casa de sus sueños. Solo con ver la puerta de entrada, de madera con taraceas y decoraciones vegetales, ya se imaginaba uno lo que se iba a encontrar en su interior.


Rubén tenía todo lo que podía desear. Era joven, apuesto, con un buen trabajo y vivía en una casa que ahora le encantaba. Eso sí, vivía solo para no aguantar problemas ajenos; con los suyos ya tenía bastante, afirmaba. No guardaba ninguna reminiscencia de su ayer ¿Para qué? Eran solo recuerdos, y los recuerdos ataban y él quería ser libre, sin ligaduras de ningún tipo. Hasta esa noche.


La noche en la que todo se estaba desplomando por haber querido abarcar lo inalcanzable. Sabía muy bien lo que le esperaba, era uno de los mejores abogados de la ciudad y conocía los trámites. No tenía que haber hecho caso a Carlos cuando le ofreció la gran bicoca; el meterse en ese maldito negocio, el viaje a Panamá y finalmente perder todo lo que había conseguido, sus bienes, su dignidad y su prestigio.


Tras la desesperación vino la resignación. A la mañana siguiente tenía que dejar su casa, la casa que sus padres con tanto esfuerzo habían comprado; ahora se acordaba de ese pequeño detalle. Tenía que dejar su barrio; un nudo se le puso en la garganta. Poco a poco el gran triunfador dio paso a Rubén, el hijo de Santiago, el zapatero.


Levantándose de su cómodo sillón de diseño, cogió la chaqueta y salió a la calle; un ligero Cierzo le revolvió el cabello y estremeciéndose se subió el cuello de su Burberry. Encaminó sus pasos hacia la calle de san Valero, en donde el olor a sardinas de la tasca la Flor de la Sierra le trasladó a los domingos que junto a sus padres iba a misa de doce a La Seo, al altar del Santo Cristo. El Cristo era una imagen que siempre le había impresionado, se pasaba la misa mirando las manos ensangrentadas del Crucificado y el rostro afligido de la Virgen, sin entender muy bien lo que significaba. Ahora se identificaba con esa imagen, se sentía crucificado por los acontecimientos, por sus malos pasos, por su desmedida ambición y su profundo egoísmo.


Su pensamiento volvió a su padre, que tras salir de misa, cada domingo, le cogía de la mano e iban juntos al "bar de las sardinas", para tomarse, si se había comportado bien en la iglesia, la Pepsicola prometida. Cuanto echaba de menos esa mirada paterna llena de orgullo; y los ojos de su madre, llenos de emoción y alegría, al verlos aparecer por la puerta de casa para comer la consabida paella dominical que ella había ido a preparar mientras ellos se daban una vuelta por el barrio ¿Cómo había podido olvidar esos momentos durante tantos años?


La imagen de su padre le enterneció ¿Qué sentiría al ver a su hijo, por el que se había sacrificado tanto, en esa tesitura? Hacía mucho tiempo que no pensaba en él. Tantos momentos perdidos, ahora se daba cuenta ¿Y su madre? ¿Qué hizo por ella?, avergonzándose de tener por madre a una triste fregona, sin darse cuenta de su sacrificio y su amor por él.


Fue recorriendo su barrio, quizás por última vez. Siguió por la calle Dormer, con sus viejas casonas y su silencio; llegó a la plaza de Santa Marta, el olor a fritanga y las conversaciones de los que habían tenido la suerte de coger mesa en la terraza del Tragantua le envolvieron. Pasó por el Dominó, donde vio a sus antiguos amigos a través de los cristales riendo y bebiendo cerveza. No se despidió, no podía, era demasiado doloroso. Hacía mucho tiempo que se había distanciado de ellos. A pesar de su amistad, él les había dado la espalda, no habían tenido cabida en ese mundo ficticio en el que todo era mentira y al final solo quedaba la soledad, el mirar a través de los cristales la alegría ajena.


Bajando la cabeza volvió por la calle don Juan de Aragón, pasando por donde estaba la antigua tasca, la del "Tío Zamora", en donde tantas tardes a la salida del colegio había jugado al futbolín con la pandilla, tras pasar por la Quiteria y comprar una "peseta pipas". Sus ojos se empañaron, pero no derramó ni una sola lágrima. Aunque veía derrumbarse todo su mundo con cada paso que daba, los años le habían endurecido de tal manera que no sentía empatía ni por el mismo. Se encaminó hacia su calle, llegó ante la puerta de madera taraceada y decorada con motivos vegetales, y mirando a su alrededor sintió que algo se había roto, no solo en su interior; se sintió extraño en su entorno. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que había dejado de pertenecer a él.


Mañana cuando él se fuera, las Viejas Piedras no le echarían de menos.

Artículos recomendados
bottom of page