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LOS ZAPATOS ROJOS. MICRORRELATO.


Esther entró en el soleado salón, en sus manos llevaba una bolsa que, con una amplia sonrisa, mostró a Raúl, su marido. Éste, se encontraba sentado en uno de los orejeros tapizados con cuadros escoceses que ella heredó de su madre. Escasa herencia le dejó, dos sillones y una gran cantidad de labores de ganchillo. Entre ellas la gran colcha que había tardado años en terminar: -para tu ajuar-, le dijo. Su madre que murió de tristeza por la mala vida que su padre le había dado y por los secretos guardados bajo las labores de crochet.


Esther nunca estrenó la colcha, ni los apoyacabezas, ni apoyabrazos, ni zapatillas que compulsivamente su madre había tejido sin parar. Para ella no eran más que retazos de un ayer que no quería recordar.


Contenta se acercó a Raúl:


-Mira lo que me he comprado- dijo sacando de la bolsa una caja que contenían unos zapatos de color rojo intenso. –Van a cerrar la zapatería de debajo de casa y no lo he podido remediar, era una verdadera ganga, 20 euros. Son preciosos y de piel-. -Siempre he querido tener unos zapatos rojos, como Dorothy la del Mago de Oz-, -unos zapatos rojos o de rubíes siempre te pueden cambiar la vida-, dijo riendo.


Raúl ni levantó la mirada, seguía sentado como si fuera uno de los cuadros escoceses de la tela del butacón. Estaba enfrascado leyendo El País y le importaba bien poco que su mujer se hubiera comprado unos zapatos o un pollo asado. Vivía en su mundo y no necesitaba nada más. Esther se sentó en el sofá situado en el centro del salón, se quitó los zapatos viejos, y con un gesto coqueto se puso los coloridos “escarpines”. Levantándose se dirigió hacia Raúl con una actitud picarona.


-Raúl, baila conmigo, bailemos-, gritaba Esther, girando como una peonza enloquecida en el salón iluminado por la luz que se filtraba a través de las cortinas de encaje blanco.


-Levántate de la zona de confort-, dijo riendo por la frase que tanta gracia le hacía.


–Levántate Raúl y vamos a viajar alrededor del mundo en un segundo-.


Y dando vueltas y vueltas llegó hasta donde estaba su marido repantingado en su sillón de orejeras, aún enfrascado en las noticias del periódico: Éste, miró a Esther con el ceño fruncido, ese gesto del que había heredado unas profundas huellas en su entrecejo. Cuando se enfadaban ella le espetaba: - Raúl no eres cejijunto eres cejifrunto, y el hombre más cuadriculado que conozco, para ti no hay término medio, o es negro o es blanco, los grises no existen-,-sonríe un poco, hombre, que con sonrisas la vida es más fácil-. Pero Raúl, la miraba fijamente y callaba.


Esther se sentía llena de energía a pesar de todo lo que había vivido, pero su dolor y su triste ayer los había encerrado en la caja fuerte de su corazón, ese corazón, que a pesar de la alegría que le salía por todos los poros de su cuerpo, estaba casi muerto, como la planta que con tanta ilusión había comprado para dar una pincelada de esperanza a ese salón iluminado. En un rincón el pobre ficus estaba agonizando sin que ella lograra darle el hálito que necesitaba para no morir, por mucho que le hablara y le cantara, cada día estaba más mustio; era otro fracaso en su curriculum, pensaba ella.


Esther era una total contradicción, quien conociera por lo que había pasado no creería que la felicidad regalada a diestro y siniestro era totalmente verdadera. Así era ella, un cascabel golpeado, pero que aún esparcía su alegre sonido si lo tocabas con cariño.


Mareada de dar tantas vueltas tropezó con la mesa auxiliar de cristal de la que salió despedida la botella de Ámbar que Raúl se estaba tomando. Él la miró molesto:


-¿Estás loca o qué? Mira cómo lo has puesto todo. No tienes conocimiento, pareces una cría. -Que tienes ya 40 años, no sé cuando vas a madurar-.


El momento mágico se había esfumado de repente, Esther se volvió a sentar en el sofá, cubierto por una manta color avellana que le había tocado en el sorteo de la cena de empresa de su marido. Se quedó mirando como hipnotizada la botella de Ámbar que aún giraba en el suelo del salón, mientras la espuma iba salpicando todo lo que tenía a su alcance. Se llevó la mano a la frente y apartó el rubio flequillo como para borrar los pensamientos que de pronto habían vuelto.


Se levantó aún con su mirada perdida, y agachándose paró la botella que seguía girando. La recogió, encaminándose hacia la cocina donde cogió la fregona y un paño para limpiar el desaguisado que había montado por un momento de desahogo. Su marido la miraba con cara de desaprobación. Las conversaciones entre ambos eran escasas, pero las miradas lo decían todo.


Poco a poco Raúl se fue quedando dormido en su zona de confort. Ella se quitó los alegres zapatos y acurrucándose en el brazo del sofá se cubrió con la manta color avellana, abrazándose a sí misma como buscando el apoyo que en su alrededor nunca había encontrado. Raúl era un buen hombre, por eso se había casado con él; solo un buen hombre, que era mucho, aunque a veces no era nada. Solo vacío.


Ensimismada recordó otra botella rodando por el suelo, vertiendo su contenido sobre el sofá lleno de pañitos de ganchillo; y entre las viejas tablas de madera; y una voz susurrante que le decía lo bonita que era. Siempre se preguntó cómo no gritó en esos momentos, se echaba la culpa de los silencios y del temor a lo que podía suceder, a lo que aconteció. Nadie sabía su gran secreto, quizás su madre, pero ella siempre calló y escondió su miedo tras el delantal, cocinando, limpiando y haciendo labores sin parar, llenando la casa de cuadrantes llenos de flores y bodoques, tras ellos estaban ocultas las noches de furtivas miradas y pisadas sigilosas.


Era una niña, pero pronto aprendió a ponerse la coraza que aún llevaba puesta. Hubo un tiempo que pensó que Raúl se daría cuenta de su bloqueo, pero él solo era un buen hombre, que era mucho, pero no era nada. Era feliz en la ignorancia o en la dejadez de imaginar, de conocer. Se conformaba con ese sillón de orejeras con grandes cuadros escoceses, que también conocían su secreto.


Esther se levantó mirando a su alrededor, vio la manta color avellana, el sillón donde Raúl era feliz, la claridad de la habitación que en realidad estaba llena de tinieblas, y poniéndose los zapatos rojos, los únicos que iluminaban sus pasos abrió la puerta de la casa donde había sobrevivido a su caos vital, y dando un portazo salió a la vida.

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